sábado, 21 de mayo de 2016

LA SONRISA ENVANECIDA



Ilustración de Miriam Ascúa (Córdoba, 2014)


…sí, mirando atrás, me recrimino por no haberle prestado atención a la perra, a su mirada inquieta cuando se resistía a pasear por el sendero sinuoso del pequeño bosque que nos dejaba en la calle donde podía corretear a gusto". 

Aquella tarde de otoño oscureció más temprano y apuramos la vuelta. Subíamos las dos por el camino cuando me pareció ver luces en la planta alta y una silueta contra la ventana, corriendo la cortina. Me sorprendió. Según la agencia, no había nadie en la casa.

Lucy terminó de comer y se echó a los pies de un sofá. Con algo de tiempo entre manos, y seguida de cerca por el retumbar de mis pasos sobre el piso de madera enfatizando el ambiente lúgubre de la casa, curioseé las fotos de la familia.  Las había por todas partes, sobre las consolas, el piano de cola, los corredores y el estudio. Me llamaron la atención los retratos que colgaban de las paredes, y todos con la imagen de una misma mujer repitiendo la sonrisa envanecida, el estilo y la belleza de la legendaria Lauren Bacall.

A la tarde siguiente, después de la caminata se me presentó, fugaz, la visión de una mujer alta subiendo las escaleras y la perra corriendo tras ella.  Desconcertada, me cercioré de que la perra estaba a mi lado. Entonces fui a la cocina para prepararle la ración.  En plena tarea, me aturdió un ruido infernal. Los aparatos electrodomésticos y los relojes se dispararon al unísono y las canillas, abiertas, descargaban chorros que desbordaban hasta el piso. Manipulé interruptores.  Cerré la llave del agua. No sirvió de nada. Presa de la desesperación, llamé al cliente que estaba en Boston. Tan pronto se escuchó su voz, milagrosamente retornó la calma. Falsa alarma, mentí y expliqué:

‒‒ Lo llamé porque no quería molestar a su esposa.

‒‒¿De qué esposa me habla? Mi mujer, Charlotte falleció hace tres años. Por insistencia de mi terapeuta finalmente me animé a salir de viaje, a dejar la casa y la perra al cuidado de extraños, y de pronto, todo enloquece. ¿Cómo está Lucy?

Confundida, informé que la perra estaba bien y corté la comunicación.  Al instante sonó el teléfono.  Convencida de que era el dueño de casa, contesté.  No había nadie al otro lado de la línea. Pero apenas colgué, el teléfono volvió a sonar. Asustada, lo dejé sonar y sonar mientras intentaba llamar a la agencia con mi celular.  No había señal. Corrí afuera, al auto.  El viejo Volvo se negó a arrancar.  Abatida, volví a la casa donde al parecer, todo estaba tranquilo y la perra seguía a los pies del sofá.

Hasta que alcé la vista en el preciso instante en que Charlotte emergía y su suéter negro agravaba el ondular siniestro de su rubia cabellera. Me dedicó la sonrisa del retrato y levantando el brazo como si fuera una vara invisible, azotó con fuerza al animal que gimió hasta quedar inmóvil. Quise interferir, increparla, atacarla, todo al mismo tiempo. Fue inútil.  Charlotte ya subía las escaleras y la sombra de Lucy detrás.


Violeta Balián @ 2014


Nota de la autora:   La Sonrisa Envanecida forma parte de la antología de cuentos fantásticos Rumbo a Zoar y otros relatos de Violeta Balián publicada en 2014 por Eriginal Books, Miami, Florida EE UU

jueves, 19 de mayo de 2016

MADRE DE NUEVOS HOMBRES...

Ilustración de Miriam Ascúa (Córdoba, Argentina)
                                                                                                                                
«La suerte de los homínidas está echada. Sucumbirán a las aguas, a los hielos y al letargo milenario que eliminará todo rastro de vida de la faz de la Tierra.  El tiempo apremia. ¡Oh, Vishnaks, raza alada, raza gloriosa.  Los Inmortales os  convocan y demandan vuestro sacrificio. Uníos a los homínidas. Engendrad una raza de nuevos hombres que sobrevivirá miles de años y renacerá con el deshielo. La Tierra devendrá vuestro dominio!» exhortó el Vidente.

Nunca valoré los ciclos ordenados por los dioses, sin embargo, esta vez presté atención, entusiasmada con la idea de convertirme en una “madre de nuevos hombres”.  No dudaba que moriría en el intento pero me alentaba Lesq, el guerrero asignado a acompañarme.  Fue él quien consiguió que los científicos me entregaran el singular fruto de sus experimentos: una quimera con cabeza de perro, ojos suaves, largo hocico y extremidades de tarántula cuyo propósito era dispersar los códigos genéticos encapsulados en su organismo. 

Al verla, desbordé de amor y compasión. Sin atender a las instrucciones ni a mi familia que ya me despedía como a una heroína, la retuve entre mis alas y juntas, cubrimos incontables distancias antes de penetrar un aire nuevo, translúcido y desnudo.  Finalmente, reposamos en una playa. El sol quemaba. Plegué mis alas y permanecí tres días enroscada, boca abajo sobre la arena, arrullada por la quimera.

Al cuarto día apareció Lesq.  Traía consigo estrictas instrucciones del Vidente: debíamos tomar caminos separados. A Lesq le correspondía impregnar la mayor cantidad de hembras homínidas y a mí, cumplir con las órdenes que había recibido.   ‒‒Recién entonces gestarás híbridos ‒‒amenazó Lesq.

Angustiada, levanté vuelo para atravesar la aridez y la soledad de los valles. Llegué a la cima de una montaña.  A lo lejos, divisé praderas, aldeas, ciudades y humo, vestigios de antiguos imperios homínidas.  El desasosiego me hacía vacilar. Pero de pronto, respondiendo a un impulso, extendí las garras, tomé a la quimera e iniciando un ascenso pesado la dejé caer en medio de un campo.  Sin más, proseguí hacia las ciudades con sus torres y su gente, infundida con la urgencia de mi misión: producir una nueva raza de hombres y después, morir.

Violeta Balián ©2015

domingo, 10 de enero de 2016

TROPICAL GARDENS

"Bella transfigurada"
Miriam Ascúa (2013)

Cuando Annie y Robert Wilson perdieron a su único hijo durante la invasión a Irak, vendieron su casa de Chicago y partieron al estado de la Florida, a instalarse en una comunidad privada para gente de la tercera edad.  

Pero, apenas llegados, el administrador los interpeló:

‒‒En Tropical Gardens no se aceptan mascotas. ¿No leyeron el panfleto con los reglamentos?

Sin más, so pena de cancelarles el contrato, la gerencia exigió que se deshicieran de la suya. Desconsolados, los Wildon procedieron a sacrificar y luego embalsamar a Bella, su vieja perra. 

Annie no dejaba de llorar. ¿No fue suficiente castigo haber perdido un hijo en combate y ahora esto?  

--Robert, nos equivocamos-- repetía la mujer hasta el cansancio convencida de que  pronto enloquecería. 

Solos, sin familia, sin afectos, poco dinero y atrapados por un clima que no les daba tregua, los Wilson se resignaron a vivir el resto de su existencia en Tropical Gardens. Así y todo, la unidad que ocupaban en la planta baja del Complejo B daba a un enorme jardín donde a la sombra de unas palmas gigantes, protegida por un gran sombrero y anteojos oscuros, Annie descansaba en su reposera y se entregaba a sus ensoñaciones.  

‒‒Necesita tomar aire, huele mal  ‒‒dijo Robert colocando a Bella en una silla, próxima a su mujer.  Ella no contestó.

‒‒¡Qué perro tan simpático! dijo alguien que pasaba por el jardín. 

Annie, bajándose los anteojos hasta la nariz vio a una mujer joven y desconocida acariciando la cabezota de Bella. No habia nada de extraño en eso. Los vecinos y también las visitas a la comunidad que no conocían su historia, solían hacerlo a menudo.  Sin embargo, en esta ocasión Annie observó que tan pronto la mano de la extraña tocaba la pelambre endurecida y seca de Bella, la perra revivía, movía la cola y la miraba con ojos brillantes y húmedos. 

‒‒Por Dios, si esto no es magia, entonces no sé que es.  Ni siquiera es la hora de mi gin and tonic  ‒‒murmuró Annie saliendo de su letargo. Miró a su alrededor buscando a su marido y lo vio conversando animadamente con la joven  y el hombre que la acompañaba. 

‒‒Darling, son los nuevos inquilinos, viven al fondo del pasillo.

Annie respondió con un movimiento de mano.  

Los Wilson invitaron a la pareja a pasar al departamento y tomar algo.  Estos chicos eran muy simpáticos,  Trabajaban en la NASA y les gustaba viajar.  

‒‒¡A nosotros también! ‒‒dijo Annie apurando la copa de vino. ‒‒Pero nada de museos, no, yo prefiero Disney.  Es impresionante cómo esta gente, en instantes, te transporta a otros mundos y por tan poco dinero ‒‒.

Robert, encendiendo un cigarrillo, confesó que a él también le gustaría viajar, sí, pero por el espacio y, de paso, explorar Marte.  Pero de pronto calló; acababa de ver a Bella sentada en el sofá, al lado de la joven.
‒‒Estoy alucinando.
‒‒Todo es posible ‒‒le aseguró el hombre con una mirada extraña.

Poco después, la joven pareja propuso que los cuatro, juntos hicieran un viaje.  ¿Qué tal si salimos mañana, a primera hora,  a Cañaveral y luego a Orlando?  Cada uno en su auto. ¿De acuerdo?  

Los Wilson que no cabían en sí de entusiasmo, fueron a ver a Trudy, la vecina de al lado para comunicarle sus planes y entregarle las llaves de su departamento.  ¿Nuevos inquilinos? ¿Están seguros? ¿Jóvenes? No puede ser, aquí no hay nadie menor de 65, protestaba la mujer.

Al mediodía siguiente, el encargado de jardines se encontró con un perro embalsamado flotando en la piscina comunal, Trudy, alterada por la noticia corrió a explicar que Annie y Robert Wilson habían salido de viaje esa misma mañana. Sí, muy temprano. En su auto, claro. Y le habían dejado las llaves del departamento.  No entendía, agregó, eso del perro en la piscina porque con sus propios ojos había visto a Bella, la vieja perra de los Wilson "vivita y coleando" en el asiento de atrás. 



Violeta Balián © 2013

Júpiter, Florida

EL NÚMERO

El número 9
Miriam Ascúa (2013)



Hace unos años, en un vuelo a California, conocí a Larry Wilkins, el famoso experto en numerología.  Como es habitual, intercambiamos tarjetas de negocios.

‒‒Ah, trabaja en finanzas ‒‒comentó.
‒‒Así es, pero hábleme de lo suyo, Larry.
‒‒Si así lo desea.  Veamos, gracias a mis años de estudio y larga experiencia, estoy convencido de que los números no sólo son importantes sino también peligrosos‒‒. 

Larry analizó la fecha de mi nacimiento, hizo unos cálculos y me entregó la extraña noción de que el resto de mi vida dependía del número 9 o una combinación de dígitos que sumara o se redujera al 9.

‒‒Por sobre todo, evítelo y tenga cuidado de que no esté entre los números de la casa, el teléfono, vuelos, trenes, canales de televisión, cuentas de banco o habitaciones de hotel ‒‒advirtió.

Se lo comenté a mi mujer.   ‒‒Pamplinas, el 9 es un número humanitario y espiritual.

No obstante, a partir de ese momento absorbí una preocupación que me provocó serios malestares: ansiedad, sudores, palpitaciones y migrañas.  Al regresar de mi viaje lo primero que noté fue el número de nuestra casa, 720.  Entonces solicité al Municipio que lo cambiara al 722.  Los 9, 18 y 27 de cada mes, no salía de casa ni iba a la oficina. Prohibí todo festejo conectado con el 9.  Hasta usé calcetines medida 10.

Mi familia  sospechó que sufría de una fobia importante. Tenían razón.  Consulté con un psicólogo.  Nada. Así, durante 9 años cohabitaron en mi memoria las ominosas palabras del ya fallecido Larry Wilkins ‒‒: Respete el 9 o no vivirá para contarlo‒‒.

Cuando la empresa me pidió que asistiera a una reunión de directorio en otra ciudad, viajé a ésa la noche anterior.  Temprano en la mañana, me dirigí al edificio designado con la intención de subir al piso 51.  En pleno ascenso, me percaté de que me había embarcado en un “viaje expreso al 45.”  Aterrorizado, le rogué al ascensorista que me permitiera salir.

‒‒Imposible, señor, el viaje se ha programado electrónicamente.
‒‒¡Por favor, tengo una emergencia! ‒‒grité, desaforado.   ‒‒¡Los haré responsables!  ‒‒amenacé.

Finalmente, el hombre consiguió manejar unos cambios y la puerta se abrió. Tomé las escaleras y bajé a la calle. Abrí el móvil.  Marcaba Nueva York 9:00 horas martes 11 septiembre 2001.  A mis espaldas, rugió una explosión. El edificio que acababa de dejar se desmoronaba en una nube de polvo. Enloquecido, corrí varias cuadras en la dirección contraria. En un momento me detuve, exhausto. Entré a un bar y pedí un trago.

—Son 11 dólares, señor.  

Entregué un billete de 20. El mozo me devolvió 9 dólares.

—Por favor, guárdeselos —le dije.


Violeta Balián © 2013


sábado, 9 de enero de 2016

LOS BARQUEROS


Miriam Ascúa
(2014)



El servicio meteorológico había anunciado una tormenta severa, posible granizo y poca visibilidad.  En la carretera, rumbo al norte y a una hora o un poco más de Catamarca, no calculamos encontrarnos con ese temporal hasta que un viento, violento, arremetió contra la camioneta. El día oscureció y la lluvia empezó a pegar fuerte contra el parabrisas.

—Berta, no tengo ni la más mínima idea de dónde estamos —dije. Ella tanteó la guantera, sacó la linterna y abrió el mapa.

—Me parece que vamos bien, sí, sí, es por aquí, esa curva, ¿la ves? ahí, a la derecha.

Aturdido por el granizo me metí por un pedregal que se hizo cuesta y en instantes, descendíamos a una velocidad aterradora. Frené pero ya nos íbamos por el aire, fuera del camino, bajando por un vacío interminable. Finalmente, hicimos fondo, con gran estrépito. En la oscuridad, extendí la mano para tocar a Berta. Estoy bien, dijo. Y para que entrara algo de aire fresco, traté de abrir la ventana atascada a medio camino.

Pregunté otra vez —: ¿Estás bien?

—Sí, creo que sí, no me duele nada. 

—A mí los brazos. Pero estoy entero.

Berta abrió la puerta y salió unos minutos para lavarse con el agua de la lluvia, tenía algo de sangre pe-goteada en la cara y manos. Dentro de la camioneta, increíblemente tranquilos, esperamos a que escampara y saliera el sol. Más tarde, afuera, evaluamos la situación. Habíamos caído unos quince metros por debajo de la ruta y sobre una planicie de un par de kilómetros a la redonda, poblada de rocas gigantes. Comencé a preguntarme cómo diablos saldríamos de ahí.

Dispuestos a explorar, caminamos a campo abierto. Nos metimos en una cueva. Y después en otra. Nada. Nadie. Era como estar en la luna. Excepto por los alacranes y una víbora solitaria.

—No te preocupes, pediremos ayuda, no estamos muy lejos de la capital —mentí, para disimular el silencio amenazador.

Emprendimos el regreso hacia el sitio donde estaba plantada la camioneta pero con la conmoción, no nos dimos cuenta de que un grupo de niños nos seguía. Se escondían detrás de rocas y arbustos. Iban semidesnudos, escuálidos. Fue imposible no compararlos con animalitos salvajes.

—¿Les viste la cara?

—Sí, de pájaro…la nariz es un pico de loro, jamás vi algo semejante. Están cubiertos de cal, de tierra. ¿O será ceniza?

Saludamos con la mano. No hubo respuesta. En voz alta dije que habíamos tenido un accidente y estábamos perdidos. Silencio.

—No hablan castellano —dijo Berta.

—O no hablan... parecen de la edad de piedra
.
Señalé el camino superior y la camioneta, intentando hacerme entender, intentando que nos ayudaran.
Un adulto se les unió; barba tupida, plumas en la cabeza y un mono colgado a la espalda. Presumí que era el cacique o el chamán. Empezó a mover el brazo. No había dudas, nos estaba echando. Curiosos, un par de niños se acercó a examinar la camioneta. Uno de ellos saltó a la caja y se sentó dentro; el otro hizo lo mismo y también el perro que iba con ellos. Entonces se me ocurrió que era hora de probar el motor una vez más. Cuando ante la asustada audiencia conseguí hacerlo arrancar, le pedí a Berta que se subiera y con cautela, manejé el destartalado vehículo por entre las enormes rocas buscando una salida a la ruta. Miré por la ventana trasera. Los chicos seguían allí, inmóviles excepto que sus caras de pájaro mostraban ahora una mínima expresión, cercana al asombro.

De milagro encontramos la ruta nacional. Mi intención era volver hacia la ciudad. Poco antes que nos sorprendiera la tormenta, habíamos pasado por un pequeño pueblo,  sin embargo, en pleno camino, al divisar una iglesia, imaginé que en la parroquia se podrían ocupar de los pequeños salvajes que se me habían agregado.

El cura me recibió, alegre. No le duró mucho, en cuanto le conté el objeto de mi visita, se persignó. No fue un acto reflejo. Fue un gesto de auto-protección. Negó conocerlos, negó saber quiénes eran. Negó tener tiempo para seguir atendiéndome.

Con no poco fastidio e incredulidad seguí buscando el pueblito cercano. Al pasar por una despensa me di cuenta que tenía hambre y sospeché que nuestros silenciosos acompañantes también. Berta volvió cargando una bolsa con pan, fiambres, alfajores, gaseosas y frutas. Los chicos se negaron a comer. Tomaron un poco de Coca pero no pude distinguir si les gustaba o tenían sed.

Aproveché la pausa para probar el celular. Había señal.  Y sin poder aguantar las ganas de compartir el descubrimiento, llamé a Pedro Freire, amigo de infancia y jefe del departamento de antropología del Museo Austral. Sorprendido, explicó que no conocía ningún grupo aborigen de esa descripción. Y especuló que serían vestigios de culturas anteriores, Ansilta o aún más antigua. Sin embargo, le intrigaba la fisonomía tan peculiar que yo le había descrito, se conectaba con algo que había leído hacía poco. En cuanto tuviera más datos me lo haría saber.

Apenas corté, le pregunté a Berta qué hacíamos con los chicos. ¿Regresarlos a su lugar en la planicie o llevarlos con nosotros?

—Nada, no hacemos nada. Averigüemos qué quieren ellos.

Los chicos y el perro seguían en la camioneta. Una situación peligrosa, tarde o temprano el cacique vendría a buscarlos. Entonces recordé la reacción del cura pero interrumpí el hilo de mis pensamientos, me llegaba una llamada de Pedro y ya me había pasado una imagen.

—Flaco, ¿se parecen a estas figuras, esclavos que reman el barco de un rey?
—Sí, así son  —dije, mientras le verificaba que en la imagen, las cabezas de los barqueros eran idénticas a las de los chicos que viajaban con nosotros.
—Haceme el favor, tomales fotos, todas las que puedas, porque este es un hallazgo antropológico importantísimo, si estoy en lo cierto con que son los descendientes de Qebehsenuf, el hijo halcón de Horus el Viejo, protectores de los difuntos y tutelares de las regiones de Occidente. Muy conocidos por los textos y cantos en El Libro de los Muertos y los vasos cánopos donde se guardaban las vísceras. Su única función, llevar a los difuntos al inframundo y de paso, interceder por ellos. Es simplemente alucinante que ustedes hayan dado con los barqueros y ¡nada menos que en Catamarca! Te paso un dato. Se habla de posibles migraciones egipcias y mesopotámicas a nuestra Sudamérica, hace unos 10,000 años atrás. Creer o reventar. Si encuentro algo más, te aviso ‒‒.

¿De qué barqueros hablaba? Por la zona no había agua, ni un riacho siquiera.  Berta mencionó a los barqueros del Lago Titicaca. Eso es mucho más al norte, dije.

Conseguí que los chicos se bajaran de la camioneta. Lo hicieron de mala gana y un cierto desdén reflejado en sus pequeños ojos, oscuros y redondos. Por señas, los hice pararse junto al vehículo, uno al lado del otro para tomar unas fotos. De frente, de perfil y hasta la base del cráneo. Terminamos la sesión. Berta, conmovida, le dio una moneda a cada uno. La tomaron, revisaron con cuidado, mordieron y la guardaron en sus puños cerrados.

El próximo paso: enviarle las fotos a Pedro Freire. Para mi sorpresa, se habían malogrado.
—Algo anda mal con la cámara —le comuniqué.
—Probá otra vez —contestó.

Me di vuelta para acomodarlos una vez más, pero los chicos habían desaparecido y el perro también.  Berta, distraída, se puso a investigar un viejo camino entre pircas de piedra y cubierto de espinillos, y no se percató de la huida.

—Te excediste con tantas fotos, están molestos, andarán perdidos, buscando su gente. Hay que encontrarlos.

Pedro volvió a llamar. En la Amazonia peruana, en la perdida ciudad de la cultura Patajén, encontraron unas momias junto a unas estatuas o vasos cánopos representando a los cuatro hijos de Horus: el halcón, el chacal, el mono y la forma humana. Todas con una asombrosa semejanza a las egipcias. Ya me enviaba unas fotos.

No esperé a verlas.  Berta se mostraba muy inquieta así que sin un minuto que perder, tomamos el camino en dirección norte. Por un buen trecho no hubo rastros de los chicos hasta que ella los divisó en una salida de la ruta.

Cuando los alcanzamos, se internaban en la planicie. El cacique iba con ellos. Esta vez no nos echó y sospeché que estuvo esperándonos todo el tiempo. Hizo un ademán y los chicos lo siguieron. Nosotros también pero en nuestro vehículo, hasta el faldeo de un cerro. Allí, con otro par de señas nos mostró un camino angosto que descendía a un valle donde circulaba un imprevisto río.  No sé cómo llegamos. Mientras el grupo hacía un alto en la orilla, nosotros estacionábamos a prudente distancia.

De pronto, transfigurada, Berta se bajó de la camioneta. Le grité, intenté detenerla pero ya no me escuchaba. Tenía un aspecto nimbado y la determinación de los que deben cumplir un designio inminente. Los chicos y el perro aguardaban a bordo de una imposible embarcación, adornada con doseles.  El chamán se acercó y la condujo hacia la orilla. Frente a la barca, le indicó que abriera la mano y en ella le depositó las dos monedas que horas antes le había dado a los chicos.  Luego, le pintó la cara con ceniza.  A punto de invitarla a subir, el hombre se dio vuelta a mirarme, desafiante. Sus diminutos, oscuros ojos de pájaro me comunicaban que Berta y nuestra vida juntos pertenecían a un pasado irrecuperable. Supe entonces que no había nada más que hacer.  Y en ese valle indiferente lloré por ella y también por mí.

Moría la tarde.  Los barqueros soltaron la soga que amarraba la barca y comenzaron a remar río abajo. Sopló una brisa suave y sonaron, misteriosos y ligeros los címbalos que colgaban del baldaquín.


Violeta Balián © 2014

EL PACTO, un relato de Violeta Balián

"El pacto" Miriam Ascúa (Córdoba, Argentina) "Un día, paseaba el rey junto al río que los griegos llaman Nil...