El número 9 Miriam Ascúa (2013) |
Hace
unos años, en un vuelo a California, conocí a Larry Wilkins, el famoso experto
en numerología. Como es habitual,
intercambiamos tarjetas de negocios.
‒‒Ah,
trabaja en finanzas ‒‒comentó.
‒‒Así
es, pero hábleme de lo suyo, Larry.
‒‒Si así lo desea. Veamos, gracias a mis
años de estudio y larga experiencia, estoy convencido de que los números no
sólo son importantes sino también peligrosos‒‒.
Larry
analizó la fecha de mi nacimiento, hizo unos cálculos y me entregó la extraña
noción de que el resto de mi vida dependía del número 9 o una combinación de
dígitos que sumara o se redujera al 9.
‒‒Por
sobre todo, evítelo y tenga cuidado de que no esté entre los números de la
casa, el teléfono, vuelos, trenes, canales de televisión, cuentas de banco o habitaciones de hotel ‒‒advirtió.
Se
lo comenté a mi mujer. ‒‒Pamplinas, el 9 es un número humanitario y
espiritual.
No
obstante, a partir de ese momento absorbí una preocupación que me provocó
serios malestares: ansiedad, sudores, palpitaciones y migrañas. Al regresar de mi viaje lo primero que noté
fue el número de nuestra casa, 720. Entonces solicité al Municipio que lo cambiara al 722. Los 9, 18 y 27 de cada mes, no salía de casa
ni iba a la oficina. Prohibí todo festejo conectado con el 9. Hasta usé calcetines medida 10.
Mi
familia sospechó que sufría de una fobia importante. Tenían
razón. Consulté con un psicólogo. Nada. Así, durante 9 años cohabitaron en mi
memoria las ominosas palabras del ya fallecido Larry Wilkins ‒‒: Respete el 9 o
no vivirá para contarlo‒‒.
Cuando
la empresa me pidió que asistiera a una reunión de directorio en otra ciudad,
viajé a ésa la noche anterior. Temprano en la mañana, me dirigí al edificio
designado con la intención de subir al piso 51.
En pleno ascenso, me percaté de que me había embarcado en un “viaje
expreso al 45.” Aterrorizado, le rogué
al ascensorista que me permitiera salir.
‒‒Imposible,
señor, el viaje se ha programado electrónicamente.
‒‒¡Por
favor, tengo una emergencia! ‒‒grité, desaforado. ‒‒¡Los haré responsables! ‒‒amenacé.
Finalmente, el
hombre consiguió manejar unos cambios y la puerta se abrió. Tomé las escaleras
y bajé a la calle. Abrí el móvil.
Marcaba Nueva York 9:00 horas martes 11 septiembre 2001. A mis espaldas, rugió una explosión. El edificio que acababa de dejar
se desmoronaba en una nube de polvo. Enloquecido, corrí varias cuadras en la
dirección contraria. En un momento me detuve, exhausto. Entré a un bar y pedí
un trago.
—Son
11 dólares, señor.
Entregué un billete de 20. El mozo me devolvió 9 dólares.
Entregué un billete de 20. El mozo me devolvió 9 dólares.
—Por
favor, guárdeselos —le dije.
Violeta
Balián © 2013
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