domingo, 10 de enero de 2016

EL NÚMERO

El número 9
Miriam Ascúa (2013)



Hace unos años, en un vuelo a California, conocí a Larry Wilkins, el famoso experto en numerología.  Como es habitual, intercambiamos tarjetas de negocios.

‒‒Ah, trabaja en finanzas ‒‒comentó.
‒‒Así es, pero hábleme de lo suyo, Larry.
‒‒Si así lo desea.  Veamos, gracias a mis años de estudio y larga experiencia, estoy convencido de que los números no sólo son importantes sino también peligrosos‒‒. 

Larry analizó la fecha de mi nacimiento, hizo unos cálculos y me entregó la extraña noción de que el resto de mi vida dependía del número 9 o una combinación de dígitos que sumara o se redujera al 9.

‒‒Por sobre todo, evítelo y tenga cuidado de que no esté entre los números de la casa, el teléfono, vuelos, trenes, canales de televisión, cuentas de banco o habitaciones de hotel ‒‒advirtió.

Se lo comenté a mi mujer.   ‒‒Pamplinas, el 9 es un número humanitario y espiritual.

No obstante, a partir de ese momento absorbí una preocupación que me provocó serios malestares: ansiedad, sudores, palpitaciones y migrañas.  Al regresar de mi viaje lo primero que noté fue el número de nuestra casa, 720.  Entonces solicité al Municipio que lo cambiara al 722.  Los 9, 18 y 27 de cada mes, no salía de casa ni iba a la oficina. Prohibí todo festejo conectado con el 9.  Hasta usé calcetines medida 10.

Mi familia  sospechó que sufría de una fobia importante. Tenían razón.  Consulté con un psicólogo.  Nada. Así, durante 9 años cohabitaron en mi memoria las ominosas palabras del ya fallecido Larry Wilkins ‒‒: Respete el 9 o no vivirá para contarlo‒‒.

Cuando la empresa me pidió que asistiera a una reunión de directorio en otra ciudad, viajé a ésa la noche anterior.  Temprano en la mañana, me dirigí al edificio designado con la intención de subir al piso 51.  En pleno ascenso, me percaté de que me había embarcado en un “viaje expreso al 45.”  Aterrorizado, le rogué al ascensorista que me permitiera salir.

‒‒Imposible, señor, el viaje se ha programado electrónicamente.
‒‒¡Por favor, tengo una emergencia! ‒‒grité, desaforado.   ‒‒¡Los haré responsables!  ‒‒amenacé.

Finalmente, el hombre consiguió manejar unos cambios y la puerta se abrió. Tomé las escaleras y bajé a la calle. Abrí el móvil.  Marcaba Nueva York 9:00 horas martes 11 septiembre 2001.  A mis espaldas, rugió una explosión. El edificio que acababa de dejar se desmoronaba en una nube de polvo. Enloquecido, corrí varias cuadras en la dirección contraria. En un momento me detuve, exhausto. Entré a un bar y pedí un trago.

—Son 11 dólares, señor.  

Entregué un billete de 20. El mozo me devolvió 9 dólares.

—Por favor, guárdeselos —le dije.


Violeta Balián © 2013


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