domingo, 10 de enero de 2016

TROPICAL GARDENS

"Bella transfigurada"
Miriam Ascúa (2013)

Cuando Annie y Robert Wilson perdieron a su único hijo durante la invasión a Irak, vendieron su casa de Chicago y partieron al estado de la Florida, a instalarse en una comunidad privada para gente de la tercera edad.  

Pero, apenas llegados, el administrador los interpeló:

‒‒En Tropical Gardens no se aceptan mascotas. ¿No leyeron el panfleto con los reglamentos?

Sin más, so pena de cancelarles el contrato, la gerencia exigió que se deshicieran de la suya. Desconsolados, los Wildon procedieron a sacrificar y luego embalsamar a Bella, su vieja perra. 

Annie no dejaba de llorar. ¿No fue suficiente castigo haber perdido un hijo en combate y ahora esto?  

--Robert, nos equivocamos-- repetía la mujer hasta el cansancio convencida de que  pronto enloquecería. 

Solos, sin familia, sin afectos, poco dinero y atrapados por un clima que no les daba tregua, los Wilson se resignaron a vivir el resto de su existencia en Tropical Gardens. Así y todo, la unidad que ocupaban en la planta baja del Complejo B daba a un enorme jardín donde a la sombra de unas palmas gigantes, protegida por un gran sombrero y anteojos oscuros, Annie descansaba en su reposera y se entregaba a sus ensoñaciones.  

‒‒Necesita tomar aire, huele mal  ‒‒dijo Robert colocando a Bella en una silla, próxima a su mujer.  Ella no contestó.

‒‒¡Qué perro tan simpático! dijo alguien que pasaba por el jardín. 

Annie, bajándose los anteojos hasta la nariz vio a una mujer joven y desconocida acariciando la cabezota de Bella. No habia nada de extraño en eso. Los vecinos y también las visitas a la comunidad que no conocían su historia, solían hacerlo a menudo.  Sin embargo, en esta ocasión Annie observó que tan pronto la mano de la extraña tocaba la pelambre endurecida y seca de Bella, la perra revivía, movía la cola y la miraba con ojos brillantes y húmedos. 

‒‒Por Dios, si esto no es magia, entonces no sé que es.  Ni siquiera es la hora de mi gin and tonic  ‒‒murmuró Annie saliendo de su letargo. Miró a su alrededor buscando a su marido y lo vio conversando animadamente con la joven  y el hombre que la acompañaba. 

‒‒Darling, son los nuevos inquilinos, viven al fondo del pasillo.

Annie respondió con un movimiento de mano.  

Los Wilson invitaron a la pareja a pasar al departamento y tomar algo.  Estos chicos eran muy simpáticos,  Trabajaban en la NASA y les gustaba viajar.  

‒‒¡A nosotros también! ‒‒dijo Annie apurando la copa de vino. ‒‒Pero nada de museos, no, yo prefiero Disney.  Es impresionante cómo esta gente, en instantes, te transporta a otros mundos y por tan poco dinero ‒‒.

Robert, encendiendo un cigarrillo, confesó que a él también le gustaría viajar, sí, pero por el espacio y, de paso, explorar Marte.  Pero de pronto calló; acababa de ver a Bella sentada en el sofá, al lado de la joven.
‒‒Estoy alucinando.
‒‒Todo es posible ‒‒le aseguró el hombre con una mirada extraña.

Poco después, la joven pareja propuso que los cuatro, juntos hicieran un viaje.  ¿Qué tal si salimos mañana, a primera hora,  a Cañaveral y luego a Orlando?  Cada uno en su auto. ¿De acuerdo?  

Los Wilson que no cabían en sí de entusiasmo, fueron a ver a Trudy, la vecina de al lado para comunicarle sus planes y entregarle las llaves de su departamento.  ¿Nuevos inquilinos? ¿Están seguros? ¿Jóvenes? No puede ser, aquí no hay nadie menor de 65, protestaba la mujer.

Al mediodía siguiente, el encargado de jardines se encontró con un perro embalsamado flotando en la piscina comunal, Trudy, alterada por la noticia corrió a explicar que Annie y Robert Wilson habían salido de viaje esa misma mañana. Sí, muy temprano. En su auto, claro. Y le habían dejado las llaves del departamento.  No entendía, agregó, eso del perro en la piscina porque con sus propios ojos había visto a Bella, la vieja perra de los Wilson "vivita y coleando" en el asiento de atrás. 



Violeta Balián © 2013

Júpiter, Florida

EL NÚMERO

El número 9
Miriam Ascúa (2013)



Hace unos años, en un vuelo a California, conocí a Larry Wilkins, el famoso experto en numerología.  Como es habitual, intercambiamos tarjetas de negocios.

‒‒Ah, trabaja en finanzas ‒‒comentó.
‒‒Así es, pero hábleme de lo suyo, Larry.
‒‒Si así lo desea.  Veamos, gracias a mis años de estudio y larga experiencia, estoy convencido de que los números no sólo son importantes sino también peligrosos‒‒. 

Larry analizó la fecha de mi nacimiento, hizo unos cálculos y me entregó la extraña noción de que el resto de mi vida dependía del número 9 o una combinación de dígitos que sumara o se redujera al 9.

‒‒Por sobre todo, evítelo y tenga cuidado de que no esté entre los números de la casa, el teléfono, vuelos, trenes, canales de televisión, cuentas de banco o habitaciones de hotel ‒‒advirtió.

Se lo comenté a mi mujer.   ‒‒Pamplinas, el 9 es un número humanitario y espiritual.

No obstante, a partir de ese momento absorbí una preocupación que me provocó serios malestares: ansiedad, sudores, palpitaciones y migrañas.  Al regresar de mi viaje lo primero que noté fue el número de nuestra casa, 720.  Entonces solicité al Municipio que lo cambiara al 722.  Los 9, 18 y 27 de cada mes, no salía de casa ni iba a la oficina. Prohibí todo festejo conectado con el 9.  Hasta usé calcetines medida 10.

Mi familia  sospechó que sufría de una fobia importante. Tenían razón.  Consulté con un psicólogo.  Nada. Así, durante 9 años cohabitaron en mi memoria las ominosas palabras del ya fallecido Larry Wilkins ‒‒: Respete el 9 o no vivirá para contarlo‒‒.

Cuando la empresa me pidió que asistiera a una reunión de directorio en otra ciudad, viajé a ésa la noche anterior.  Temprano en la mañana, me dirigí al edificio designado con la intención de subir al piso 51.  En pleno ascenso, me percaté de que me había embarcado en un “viaje expreso al 45.”  Aterrorizado, le rogué al ascensorista que me permitiera salir.

‒‒Imposible, señor, el viaje se ha programado electrónicamente.
‒‒¡Por favor, tengo una emergencia! ‒‒grité, desaforado.   ‒‒¡Los haré responsables!  ‒‒amenacé.

Finalmente, el hombre consiguió manejar unos cambios y la puerta se abrió. Tomé las escaleras y bajé a la calle. Abrí el móvil.  Marcaba Nueva York 9:00 horas martes 11 septiembre 2001.  A mis espaldas, rugió una explosión. El edificio que acababa de dejar se desmoronaba en una nube de polvo. Enloquecido, corrí varias cuadras en la dirección contraria. En un momento me detuve, exhausto. Entré a un bar y pedí un trago.

—Son 11 dólares, señor.  

Entregué un billete de 20. El mozo me devolvió 9 dólares.

—Por favor, guárdeselos —le dije.


Violeta Balián © 2013


EL PACTO, un relato de Violeta Balián

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