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Miriam Ascúa
(2014) |
El servicio
meteorológico había anunciado una tormenta severa, posible granizo y poca
visibilidad. En la carretera, rumbo al
norte y a una hora o un poco más de Catamarca, no calculamos encontrarnos con
ese temporal hasta que un viento, violento, arremetió contra la camioneta. El
día oscureció y la lluvia empezó a pegar fuerte contra el parabrisas.
—Berta, no
tengo ni la más mínima idea de dónde estamos —dije. Ella tanteó la guantera,
sacó la linterna y abrió el mapa.
—Me parece
que vamos bien, sí, sí, es por aquí, esa curva, ¿la ves? ahí, a la derecha.
Aturdido
por el granizo me metí por un pedregal que se hizo cuesta y en instantes,
descendíamos a una velocidad aterradora. Frené pero ya nos íbamos por el aire,
fuera del camino, bajando por un vacío interminable. Finalmente, hicimos fondo,
con gran estrépito. En la oscuridad, extendí la mano para tocar a Berta. Estoy
bien, dijo. Y para que entrara algo de aire fresco, traté de abrir la ventana
atascada a medio camino.
Pregunté
otra vez —: ¿Estás bien?
—Sí, creo
que sí, no me duele nada.
—A mí los
brazos. Pero estoy entero.
Berta abrió
la puerta y salió unos minutos para lavarse con el agua de la lluvia, tenía
algo de sangre pe-goteada en la cara y manos. Dentro de la camioneta,
increíblemente tranquilos, esperamos a que escampara y saliera el sol. Más
tarde, afuera, evaluamos la situación. Habíamos caído unos quince metros por
debajo de la ruta y sobre una planicie de un par de kilómetros a la redonda,
poblada de rocas gigantes. Comencé a preguntarme cómo diablos saldríamos de
ahí.
Dispuestos
a explorar, caminamos a campo abierto. Nos metimos en una cueva. Y después en
otra. Nada. Nadie. Era como estar en la luna. Excepto por los alacranes y una
víbora solitaria.
—No te
preocupes, pediremos ayuda, no estamos muy lejos de la capital —mentí, para
disimular el silencio amenazador.
Emprendimos
el regreso hacia el sitio donde estaba plantada la camioneta pero con la
conmoción, no nos dimos cuenta de que un grupo de niños nos seguía. Se
escondían detrás de rocas y arbustos. Iban semidesnudos, escuálidos. Fue
imposible no compararlos con animalitos salvajes.
—Sí, de
pájaro…la nariz es un pico de loro, jamás vi algo semejante. Están cubiertos de
cal, de tierra. ¿O será ceniza?
Saludamos
con la mano. No hubo respuesta. En voz alta dije que habíamos tenido un
accidente y estábamos perdidos. Silencio.
—No hablan
castellano —dijo Berta.
—O no
hablan... parecen de la edad de piedra
Señalé el
camino superior y la camioneta, intentando hacerme entender, intentando que nos
ayudaran.
Un adulto
se les unió; barba tupida, plumas en la cabeza y un mono colgado a la
espalda. Presumí que era el cacique o el chamán. Empezó a mover el brazo. No
había dudas, nos estaba echando. Curiosos, un par de niños se acercó a examinar
la camioneta. Uno de ellos saltó a la caja y se sentó dentro; el otro hizo lo
mismo y también el perro que iba con ellos. Entonces se me ocurrió que era hora
de probar el motor una vez más. Cuando ante la asustada audiencia conseguí hacerlo
arrancar, le pedí a Berta que se subiera y con cautela, manejé el destartalado
vehículo por entre las enormes rocas buscando una salida a la ruta. Miré por
la ventana trasera. Los chicos seguían allí, inmóviles excepto que sus caras de
pájaro mostraban ahora una mínima expresión, cercana al asombro.
De milagro
encontramos la ruta nacional. Mi intención era volver hacia la ciudad. Poco
antes que nos sorprendiera la tormenta, habíamos pasado por un pequeño pueblo, sin
embargo, en pleno camino, al divisar una iglesia, imaginé que en la parroquia
se podrían ocupar de los pequeños salvajes que se me habían agregado.
El cura me
recibió, alegre. No le duró mucho, en cuanto le conté el objeto de mi visita,
se persignó. No fue un acto reflejo. Fue un gesto de auto-protección. Negó
conocerlos, negó saber quiénes eran. Negó tener tiempo para seguir
atendiéndome.
Con no poco
fastidio e incredulidad seguí buscando el pueblito cercano. Al pasar por una
despensa me di cuenta que tenía hambre y sospeché que nuestros silenciosos
acompañantes también. Berta volvió cargando una bolsa con pan, fiambres,
alfajores, gaseosas y frutas. Los chicos se negaron a comer. Tomaron un poco de
Coca pero no pude distinguir si les gustaba o tenían sed.
Aproveché
la pausa para probar el celular. Había señal. Y sin poder aguantar las ganas de
compartir el descubrimiento, llamé a Pedro Freire, amigo de infancia y jefe del
departamento de antropología del Museo Austral. Sorprendido, explicó que no
conocía ningún grupo aborigen de esa descripción. Y especuló que serían vestigios de culturas
anteriores, Ansilta o aún más antigua. Sin embargo, le intrigaba la
fisonomía tan peculiar que yo le había descrito, se conectaba con algo que había
leído hacía poco. En cuanto tuviera más datos me lo haría saber.
Apenas
corté, le pregunté a Berta qué hacíamos con los chicos. ¿Regresarlos a su lugar
en la planicie o llevarlos con nosotros?
—Nada, no
hacemos nada. Averigüemos qué quieren ellos.
Los chicos
y el perro seguían en la camioneta. Una situación peligrosa, tarde o temprano
el cacique vendría a buscarlos. Entonces recordé la reacción del cura pero
interrumpí el hilo de mis pensamientos, me llegaba una llamada de Pedro y ya me
había pasado una imagen.
—Flaco, ¿se
parecen a estas figuras, esclavos que reman el barco de un rey?
—Sí, así
son —dije, mientras le verificaba que en la
imagen, las cabezas de los barqueros eran idénticas a las de los chicos que
viajaban con nosotros.
—Haceme el favor, tomales fotos, todas las que puedas, porque este es un
hallazgo antropológico importantísimo, si estoy en lo cierto con que son los
descendientes de Qebehsenuf, el hijo halcón de Horus el Viejo, protectores de
los difuntos y tutelares de las regiones de Occidente. Muy conocidos por los
textos y cantos en El Libro de los Muertos y los vasos cánopos donde se
guardaban las vísceras. Su única función, llevar a los difuntos al inframundo y
de paso, interceder por ellos. Es simplemente alucinante que ustedes hayan dado
con los barqueros y ¡nada menos que en Catamarca! Te paso un dato. Se habla de posibles migraciones egipcias y mesopotámicas a nuestra Sudamérica,
hace unos 10,000 años atrás. Creer o reventar. Si encuentro algo más, te aviso
‒‒.
¿De qué
barqueros hablaba? Por la zona no había agua, ni un riacho siquiera. Berta mencionó a los barqueros del Lago
Titicaca. Eso es mucho más al norte, dije.
Conseguí
que los chicos se bajaran de la camioneta. Lo hicieron de mala gana y un cierto
desdén reflejado en sus pequeños ojos, oscuros y redondos. Por señas, los hice
pararse junto al vehículo, uno al lado del otro para tomar unas fotos. De
frente, de perfil y hasta la base del cráneo. Terminamos la sesión. Berta,
conmovida, le dio una moneda a cada uno. La tomaron, revisaron con cuidado,
mordieron y la guardaron en sus puños cerrados.
El próximo
paso: enviarle las fotos a Pedro Freire. Para mi sorpresa, se habían malogrado.
—Algo anda
mal con la cámara —le comuniqué.
—Probá otra
vez —contestó.
Me di vuelta para acomodarlos una vez más, pero los chicos habían desaparecido y el
perro también. Berta, distraída, se puso a investigar un viejo camino entre pircas de piedra y cubierto de espinillos, y no se percató de la huida.
—Te
excediste con tantas fotos, están molestos, andarán perdidos, buscando su
gente. Hay que encontrarlos.
Pedro
volvió a llamar. En la Amazonia peruana, en la perdida ciudad de la cultura
Patajén, encontraron unas momias junto a unas estatuas o vasos cánopos
representando a los cuatro hijos de Horus: el halcón, el chacal, el mono y la
forma humana. Todas con una asombrosa semejanza a las egipcias. Ya me enviaba
unas fotos.
No esperé a
verlas. Berta se mostraba muy inquieta
así que sin un minuto que perder, tomamos el camino en dirección
norte. Por un buen trecho no hubo rastros de los chicos hasta que ella los
divisó en una salida de la ruta.
Cuando los
alcanzamos, se internaban en la planicie. El cacique iba con ellos. Esta vez no
nos echó y sospeché que estuvo esperándonos todo el tiempo. Hizo un ademán y
los chicos lo siguieron. Nosotros también pero en nuestro vehículo, hasta el
faldeo de un cerro. Allí, con otro par de señas nos mostró un camino angosto
que descendía a un valle donde circulaba un imprevisto río. No sé cómo llegamos. Mientras el
grupo hacía un alto en la orilla, nosotros estacionábamos a prudente
distancia.
De pronto,
transfigurada, Berta se bajó de la camioneta. Le grité,
intenté detenerla pero ya no me escuchaba. Tenía un aspecto nimbado y la
determinación de los que deben cumplir un designio inminente. Los chicos y el
perro aguardaban a bordo de una imposible embarcación, adornada con
doseles. El chamán se acercó y la
condujo hacia la orilla. Frente a la barca, le indicó que abriera la mano y en ella le depositó las dos monedas que horas antes le había dado a los chicos. Luego, le pintó la cara con ceniza. A punto de invitarla a subir, el hombre se
dio vuelta a mirarme, desafiante. Sus diminutos, oscuros ojos de pájaro me comunicaban que Berta y nuestra vida juntos pertenecían a un pasado
irrecuperable. Supe entonces que no había nada más que hacer. Y en ese valle indiferente lloré por ella y
también por mí.
Moría la
tarde. Los barqueros soltaron la soga que amarraba la barca y comenzaron
a remar río abajo. Sopló una brisa suave y sonaron, misteriosos y ligeros los
címbalos que colgaban del baldaquín.