"Neko transfigurado" Miriam Ascúa (Córdoba, Argentina) |
un
gato errante
dormido
en las rodillas
del
gran Buda
Kobayashi
Issa (1763—1828)
Todo el mundo hablaba de Osaki, mi amo. De sus famosas estampas ilustradas con
geishas y gatos en las ventanas. De la incipiente ceguera que lo redujo al gran
artista a pintar nada más que
gatos porque como él mismo decía, conocía sus formas de memoria.
En cuanto a las geishas, explicaba el Maestro, aquellas hermosas y frágiles criaturas no eran más que un recuerdo lejano. Así y
todo, sus amigos y colegas, indignados ante la penosa condición en la que se encontraba Osaki, le
echaban toda la culpa a Kuro, su desquiciada y caprichosa concubina. Es que, por el distrito corrían rumores bien fundados de que
puertas adentro y espejo en mano, la mujer acosaba al Maestro sin cesar:
--¿Es que
no te das cuenta, Osaki? Aun soy bella, pero tú, tú ya no me pintas ni me amas.
En retrospectiva y desde mi humilde posición, estaba muy claro que la
indiferencia que mi amo desplegaba hacia su mujer, empujó a Kuro a descargar toda su amargura en lo que ella más detestaba y el Maestro más amaba: un servidor. De la noche a la mañana, la criada me sacó de la
cocina a escobazos. Desaparecieron también las míseras
sardinas, los restos de comida y los cuencos con agua. El toque final consistió en impedir mi fácil acceso al estudio del amo
cerrando todas las puertas y ventanas de la casa.
Desterrado, salí a
cazar.
Un día,
merodeaba yo por el jardín
cuando la mismísima Kuro me atrapó, estranguló y envolviendo mi cuerpo en un tatami lo colgó de un árbol,
próximo a la calle y a la vista de los
transeúntes. La gente, extrañada, señalaba las cuatro patas y el par de
orejas que sobresalían del bulto mientras los niños se divertían arrojándole
piedras. Pero yo ya no sufría, no; acogido en los brazos del Buda
Misericordioso yo sólo oía la voz de mi amo, llamándome,
angustiado. ¡Qué le habría dicho esa arpía para justificar mi ausencia! ¿Qué después de todo yo era un gato callejero y
no valía la pena buscarme?
El Buda, en su infinita compasión y consciente de los sufrimientos del amo, concibió un plan. Para llevarlo a cabo y antes de devolverme a
este plano, me agració con
dos estados, uno corpóreo y
el otro incorpóreo; a usar según los necesitara. Fue así como
conseguí entrar al estudio de Osaki
donde lo encontré postrado y aturdido por los
gritos de su mujer.
--¡Osaki,
ponte a trabajar que nos hace falta dinero! --vociferaba Kuro.
Mientras tanto, pasaban los días y el
fardo seguía colgado del árbol. ¡Uf! qué asco, rezongaba la criada al verlo
cubierto de moscas. Entonces, con la
paciencia que me distingue, esperé mi
oportunidad y tan pronto Kuro y la criada lo bajaron, me manifesté en carne y hueso. Aterrorizada, Kuro echó a correr y yo tras ella.
La mujer tropezó, perdió sus chanclos y en la bruma alrededor
tomó por un pasaje desconocido, pero ¡ay! con tal mala suerte, que fue a
dar en las aguas inmundas del canal Shimbashi en cuya desembocadura apareció el cadáver días después.
Cuando el invierno se anunció antes
de lo previsto, me instalé, feliz
y extasiado en la casa del amo. Una
noche, junto a la lumbre, el viejo Osaki me dijo:
--Neko, no quiero que te vayas de mi lado. Te prometo que el viaje definitivo lo haremos
juntos, tú y yo.
«Pues, al buen tiempo, nueva
cara», dicen por ahí.
De un salto me acomodé en su
regazo y el amo, finalmente en paz, se durmió al son
de mi suave ronronear.
Violeta Balián © 2017
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